El gentío se apretujaba entre las pilastras del grosor de un hombre. Damiana, mareada, se me agarraba del brazo.
Nos costo salir a los corredores. Allí, los pilares eran todavía mas gruesos y mas altos En grupos de cuatro sostenían los arcos mordidos por cañonazos. Sobre el techo de la inmensa estación blanca, festoneado como un encaje, había un jardín. El olor de los jazmines, mas penetrante que el humo, nos cayo en la cara.
Vimos las casa altas, las calles empedradas, los carruajes tirados por caballos, los tranvías cuarteados por yuntas de mulitas de un solo color, que avanzaban entre los gritos de los mayorales.
Enfrente había una plaza llena de arboles. De trecho en trecho, algunas canillas de riego escupían chorritos de agua. Deje a Damiana en la balaustrada y me metí corriendo entre los canteros. Lleno de sed, me agache a beber junto a una de las canillas. En ese momento, boca abajo contra el cielo, entreví algo inesperado que me hizo atragantar el chorrito. En un rincón, entre plantas, una mujer alta y blanca de pie sobre una escalinata, comía pájaros sin moverse. Bajaban y se metían ellos mismos chillando alegremente en la boca rota. Se me antojo sentir el chasquido de los huesitos."